El pasado sábado nos levantamos temprano para salir a recorrer la sexta etapa de nuestra ruta GR221. Esta vez teníamos la meteorología a nuestro favor, el cielo casi totalmente despejado sólo se tapaba discretamente en las montañas de Tramuntana y un ligero aire movía algunos árboles de camino a Deià.
Una vez en este pintoresco pueblo, ya a la sombra de la cara norte, dejamos el coche y recorrimos en taxi el tramo hasta Valldemossa desde donde comenzaríamos a caminar justo donde lo dejamos hace unas semanas.
En los primeros pasos nos acompañaban los rayos del sol que caían tímidamente sobre el valle colándose entre las nubes, aunque aún no eran suficiente para calentar la mañana y un frío intenso nos llevó por el carrer de ses Oliveres hasta el inicio del sendero.
Desde ahí comenzamos la primera subida.
El primer tramo del camino serpentea entre un pinar de tierra roja con cientos de piedras blancas arrastradas por el agua que corre pendiente abajo con la caída de las lluvias. Más arriba, se va mezclando el paisaje con encinas y aunque el ascenso es duro, siempre es menos duro un paseo entre las encinas de Tramuntana.
A medida que íbamos recorriendo las cuestas en zigzag, empezamos a notar el gusanillo y casi una hora después de haber dejado Valldemossa, al fin llegamos al pla del Pouet donde paramos a merendar.
Mientras disfrutábamos de nuestras panades, comentábamos el trabajo de acondicionamiento forestal que está teniendo esta zona. Toda la planície, cubierta de encinas, está cuidada y limpia de ramas y leña caída, el pozo está siendo restaurado y unas nuevas señalizaciones se han instalado. Tristemente sigue habiendo nula referencia al GR221, algo que en las primeras etapas nos pareció una sorpresa y ahora ya nos parece increíble.
Bueno, después de reponer energías, continuamos nuestro camino atravesando el llano hasta seguir en ascenso junto a las rocas.
El sendero ahora seguía sobre las peñas grises desde donde tenemos las primeras vistas al oeste de la isla, el sol que se refleja sobre la bahía de Palma, nos dibuja una silueta de la ciudad que cae más allá de las montañas junto al mar.
El ascenso sigue aunque más suave que en el primer tramo de la mañana y, a pesar del cansancio, nos mantuvo en buena temperatura ya que, nuevamente, la cadena montañosa había atrapado las nubes que se hinchaban de humedad y que hacían imposible que el sol nos acompañara como hacía en el resto de la isla.
Así pues, llegamos hasta el mirador de Can Costa. Unos metros antes, deseábamos llegar a este lugar para disfrutar de unas vistas espectaculares que ya conocíamos de otras veces pero cuando estuvimos ahí, a duras penas se podía caminar entre sacas de material y depósitos de agua que ayudarán a restaurar lo que queda de estas paredes pero que hoy restaban encanto a este sitio.
Aún así, entre una cosa y la otra, conseguimos unas buenas fotos y un buen recuerdo de las vistas sobre el mar y la sierra que se extiende en dirección a Andratx. También recordamos las etapas pasadas y desde aquí nos despedimos de la comuna de Valldemossa, el vall de Planici y hasta el Galatzó que asoma en último lugar.
Seguimos el camino hasta alcanzar el punto geodésico y, poco después, llegamos al refugi de s'Arxiduc, desde ahí, se alza frente a nosotros la pared dels Cingles de Son Rul·lan y por el valle, el ir y venir de las aves nos guían la mirada hasta Deià que aparece a lo lejos al norte.
Comenzamos entonces un breve descenso que nos llevaría hasta el collado de Son Gallard, donde se unen varios senderos y, siguiendo nosotros un nuevo ascenso, pocos minutos después, nos desviamos por un camino que nos llevaría hasta la cova de s'ermità Guiem o ermita de Hesychia, como bautiza una losa sobre la puerta de la entrada a este curioso lugar que sigue casi idéntico a como lo descubrimos hace unos años, con sus libros, sus estampas religiosas y con sus armoniosos mensajes que nos desea quien sea que cuida de este lugar.
Después de abandonar este "oasis" continuamos el ascenso, ahora sí, bastante acusado, hasta llegar a la loma del monte algo después de dejar atrás los árboles y salir a cielo descubierto sobre esta cima rocosa.
Desde aquí se abre ante nosotros una vista espectacular de 360º, aún así, lo que llama más nuestra atención es na Foradada que aparece por primera vez frente a nosotros allí donde la isla se une al mar, con su forma de gancho y su pequeña ventanita. Más al norte, la cima del puig Caragolí intenta mezclarse entre varias elevaciones.
Y allá que vamos, recorriendo uno de los caminos más bonitos de la zona, bordeando la cornisa del acantilado dels Cingles, un sendero empedrado nos lleva serpenteando sin alejarse ni un momento de las vistas sobre el mar que nos atrapa la mirada para hacernos olvidar la caída de la que sólo nos separan unos pasos. El viento frío hacía rato que nos había enrojecido la cara cuando, a pocos pasos del puig Caragolí, nos desviamos en dirección Deià que quedaba ya a lo lejos después de un previsible largo descenso.
A los pocos minutos, decidimos parar a comer y disfrutar de la vista del valle con la cadena de montañas que se extiende hacia el norte y aunque buscamos un lugar donde estuviéramos protegidos del aire frío, la temperatura bajó el termómetro hasta los 5ºC, lo que aceleró la partida antes de quedarnos helados.
Poco después de haber reemprendido la marcha, mientras nos acercábamos de nuevo a la pared del acantilado, apareció de detrás de la cornisa un grupo de buitres que sin esfuerzo alguno, recorrían el valle con su pausado vuelo. De un tamaño espectacular, alas gigantes y una silueta majestuosa, iban i venían contrastando con el alboroto que formaba otro grupo de aves menores.
Después de intentar conseguir alguna buena fotografía de ese gran momento, bajamos unos zigzag de piedras que parecen conducir a nada y escondido entre la pared y el cielo, apareció el camino que se agarraba al acantilado para comenzar el descenso dels Cingles de Son Rul·lan.
Normalmente, después de comer no suele quedar un recorrido ni largo ni especialmente atractivo, pero en este caso, el camino que nos llevaba de nuevo al valle, era un espectáculo para la vista. En fuerte descenso entre encinas y sin alejarnos más que unos metros de la pared vertical, casi estamos obligados a parar a cada paso ya que las vistas y el lugar en si mismo, es espectacular. El sol al fin había conseguido aparecer y en estas primeras horas de la tarde, iluminaba el litoral con su luz anaranjada, el mar en calma contrastaba de azul oscuro con el cielo ahora celeste y la arboleda verde se extendía como un ancho camino hasta Deià que salpica de casitas un hueco entre las montañas. Más allá, el puerto de Sóller también ha querido asomarse a este día y ya nos espera para la próxima excursión.
Poco a poco fuimos dejando atrás la montaña atravesamos la ladera de encinas con una inclinación que obligaba al sendero a ir de un lado a otro para hacer el descenso algo menos brusco y más tarde nos adentramos en un pinar, con sus caminos flanqueados de carrizo y su tierra rojiza hasta que, como en toda excursión, empezamos a dar con las urbanizaciones.
Ya sobre asfalto giramos las últimas vueltas que atraviesan el Hotel Es Molí hasta dar con la carretera principal y de ahí, una centena de metros más, ya junto al pueblo, y llegamos al coche que habíamos dejado hacía más de seis horas en la mañana y donde acababa una excursión preciosa que nos llevó hasta rozar el kilómetro de altitud.
Hasta la próxima.